Después de narrar una hilarante historia de su periplo adolescente, dio un trago a la cerveza, elevó las cejas, suspiró y dijo: siempre que hablo de estas cosas tengo la impresión de estar hablando de otra persona, como si nunca lo hubiese vivido e inventase historias que nada tienen que ver conmigo.
Es curioso cómo se nos difumina el pasado, cómo lo que fue tan importante, urgente, alegre, triste, único..., se convierte en una especie de "vida de los otros" cuando el tiempo pone espacio entre esos momentos y el que vivimos ahora.
También me dio que pensar, de unos años a esta parte, me he esforzado por dar un valor especial a los momentos, vivirlos con intensidad y no perdérmelos para luego recordarlos mejor de lo que los viví.
Cuando salimos del bar, pasada la media noche, descubrimos que llovía con intensidad, era una de esas noches que tanto gustan a un gran contador de historias que sigo ávidamente por aquí. Me dirigí a casa bajo el paraguas, acelerando el paso, casi a punto de correr, entonces me di cuenta. Siempre me gustó, cuando no hace frío, sentir el agua de la lluvia en la cara, sin orden, torpedeando sutilmente sin mirar dónde caen hasta empapar y notar como las que sobran resbalan hasta la nariz y la barbilla para inevitablemente mezclarse con el resto y desaparecer. En ese momento paré, retiré un poco el paraguas y me dispuse a disfrutar del momento, con los sentidos a tope para impedir en la medida de lo posible, que cuando se convierta en recuerdo parezca no pertenecerme.
Alguno debió pensar que estaba loca, yo prefiero verlo como esa osadía que da el hacerse mayor y que no es concebible en edades más tempranas, donde las vergüenzas mandan, lo cierto es que poco me importa. Ese pequeño gesto hizo que llegase a casa con la sensación "genekellyniana" de haber pisado todos los charcos con una sonrisa casi indecente en los labios.