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jueves, 9 de octubre de 2014

La tienda de las cosas "inempezadas" e inconclusas


Solo tenía 6 años cuando me llevaron por primera vez, lo recuerdo bien. Estaba en aquel callejón por el que pasaba cada mañana cuando, durante las vacaciones de verano, iba a la vaquería donde trabajaba mi abuelo. Creo que lo que más me sorprendió fue que era el único espacio del callejón donde el olor a estiércol desaparecía tras cruzar la entrada.  
Recordaba el cartel de la puerta “PAS S LLAM”, nunca entendí lo que significaba y decidí no preguntar por miedo a reproducir el manotazo que mi madre me propinó cuando aporreé, por primera y última vez, la aldaba.  Desde ese día me limitaba a empujar el portón de madera maciza que resistía impecable el rigor de los inviernos abulenses.
Allí había de todo, libros sin letras, botellas de vino cerradas con copas vacías, semillas milenarias, paquetes de tabaco precintados, bloques de mármol con cinceles apoyados y carteles indicando los nombres de los trabajos sin esculpir, cuadros sin trazos,  maderos sin tallar o troncos semitallados con telas de tapizar encima, cuadernos con títulos ilegibles, fotografías oscuras que casi no permitían ver a los personajes que en ellas sonreían, o que no llegaban a hacerlo... 
Mi madre me hacía sentar en un taburete rasposo de dos patas que se balanceaba al ritmo de mis piernas, y que llevaba al límite aun a riesgo de caerme por esa inevitable atracción hacia lo posible. Ella entraba en el cuarto donde que una densa cortina tras la puerta impedía que viese lo que había al otro lado. Yo aguardaba con los ojos fijos en el misterioso vano, esperando impaciente ver el rostro de mi madre sonreír. Cada vez que iba aparecía con un gesto distinto y me hacía correr. Recuerdo aquel día que salió riendo, -“nos vamos”-me dijo exultante, días más tarde nos mudábamos a la otra punta de la ciudad. La vez que más lloró estuvo 3 días seguidos sin poner un dedo en la máquina de coser, miraba la tela de seda con desprecio y el cuarto nos comunicaban que la abuela había muerto.
No entendí que relación podría haber y durante años ni siquiera lo cuestioné. Cuando por fin pregunté que había dentro su respuesta fue simple, -“todo lo inempezado e inacabado”-, no entendí a qué se refería, pero solo me asaltó una curiosidad más "madre...¿se pueden cambiar las cosas cuando vas?"- “claro”, me dijo, -“excepto las leyes naturales, siempre que estés a tiempo y tengas el valor necesario para hacerlo...”- nunca me contó mas...y nunca mas pregunté... 
No había vuelto a aquel sitio en años y ahora que estaba aquí no podía evitar adentrarme en el callejón. La vaquería se había convertido en un bar cuya modernidad resultaba casi insultante para el rotundo corte medieval de la ciudad. Pasee la mirada por cada uno de los edificios tan distintos, siendo los mismos, que hacían pensar que me había confundido. Ya empezaba a dudar cuando mis ojos se clavaron de nuevo en madera, aldabón y carteles ilegibles. Habían pasado tantos años que me costó entender que siguiese allí y no tenía claro que hubiese alguien dentro.
Estuve tentada de hacer sonar la aldaba cuando sentí un pellizco en la memoria de mi mano, haciéndome cambiar la intención y abrir directamente como, por fin entendí, indicaba el cartel. Todo seguía igual, dudé que alguna vez se hubiese vendido algo. Seguí paseando por los pasillos que tan altos me parecían antaño y vi el taburete donde me balanceaba en el mismo lugar que siempre. Entonces pensé en la puerta, allí seguía, entreabierta y con el mismo telón plomado para evitar miradas indiscretas. Me acerqué y crucé el umbral, como si una fuerza extraña me fuese empujando. Entonces lo vi, era un álbum de fotos con las iniciales de mi nombre en la portada. Lo abrí y descubrí todos aquellos momentos de mi vida que no reconocía: recibiendo la medalla de alguna competición a la que no fui;  de la mano del chico con el que tanta vergüenza me daba hablar en el instituto; tomando ese café que no pude volver a tomar con ella ; besando a Mark; en el observatorio de La Palma; en mi piso de Barcelona;  haciendo la oposición a la que no me presenté; aceptando aquel trabajo en Ámsterdam...había tantas que empecé a pasar las hojas con angustia, sin siquiera ver la escena, pero sintiendo como se instalaban en mi sentir y, de algún modo, en mi recuerdo.
Empecé a zarandearlo hasta que de un modo brusco paró, quedando abierto  en una foto donde podía reconocerme, era actual y sonreía. En la parte inferior una leyenda indicaba: “inempezada...acabada”. Al otro lado de la fotografía podía distinguir su figura, era él, sentado al piano preparado para tocar y mirándome... Hacía cinco días que no tenía noticias suyas. No entendía cómo había ocurrido. Quizás nos habíamos precipitado, como adolescentes decidimos restar fases, por necesidad, por ganas o por una incontrolable prisa, nos saltamos el comienzo y sin mas se precipitó el final.  En ese momento el álbum se cerró y la misma fuerza que me había adentrado me dirigía sin pausa hacia la salida.
Una vez fuera rememoré las palabras de mi madre "...si tienes el valor necesario para hacerlo"..., seguí caminando mientras cogía el móvil y escribía: “hola, ¿sigue en pie ese paseo...?”
Miré hacia atrás, la  puerta de madera era ahora de forja, con un cartel donde se podía leer claramente: "finca privada, por favor cierren después de entrar". 
Noté que el móvil vibraba, sonreí y me dirigí al coche con el valor necesario y escasa intención de volver a entrar.